El ojo de la cerradura

Esta entrada hace casi un año que la escribí. Era un cuento, un cuento de terror. Habíamos organizado un concurso rápido. La idea era tener un buen montón de ellos para hacer una actividad de encuadernado el Día del Libro. Pero no un encuadernado cualquiera. No. Un encuadernado japonés. Quedó muy aparente y lo pasamos muy bien. Os dejo con el cuento.
Me llamo Phillip Leron. La tarde del 23, dos hombres, vestidos de gendarmes, me cogieron por los brazos. Sin pedirme la documentación me metieron en un coche y me llevaron a una vieja casa cerca de Strand.
Se oía ruido de máquinas de escribir y teléfonos. Al final del pasillo había un distribuidor con tres puertas. Abrieron la de la izquierda, me empujaron dentro y cerraron con llave. La puerta no tenía pomo y estaba bien encajada, así que resultaba imposible abrirla o forzarla. Protesté golpeándola. Pronto me di cuenta que era del todo inútil.
Dos sillas, una mesa y una lámpara era todo lo que allí había. La ventana daba a un patio sin vida; estaba atornillada al marco y los cristales tenían una malla de acero. Por supuesto, estaba enrejada. Me senté y esperé por espacio de una hora. Anochecía. Cesaron los ruidos y oí como, en dirección a la calle, se cerraba una puerta. Me quedé sumido en el más absoluto silencio.
El sopor me estaba venciendo cuando oí un chirrido de goznes procedente del distribuidor. Me lancé hacia la puerta gritando que me abrieran y golpeándola con los puños. No hubo respuesta. Entonces fue cuando me agaché para mirar por el ojo de la cerradura. Allí estaba. En el centro del distribuidor. Giró la cabeza hacia mí y vi sus ojos incendiados de odio. Saltó como un felino hacia la puerta y yo retrocedí, aterrado, hasta el fondo de la habitación. La golpeaba y arañaba con una fuerza brutal, y gritaba, al mismo tiempo, en una lengua macabra e ininteligible. Imaginaba las astillas saltando del otro lado. Yo suplicaba agazapado en el suelo para que las bisagras no cedieran. No podía controlar el temblor de pánico que me dominaba. Parecía que en un instante saltarían los herrajes y el marco reventaría.
De pronto, todo cesó.
Permanecí en el suelo llorando de terror sin poder refrenarme. Había anochecido y lo único que alumbraba la estancia era la mortecina luz de la lámpara.
El silencio era sepulcral. Sentía el impulso incontenible de volver a mirar por aquel ojo y, al mismo tiempo, me horrorizaba la idea de volver a verla. Pasaron lo que creo fueron varias horas. Estaba entumecido por la postura. Me levanté temblando acercándome a la puerta con sigilo. Con un pavor indescriptible fui bajando despacio mi cara para llegar a la cerradura. Cuando faltaban unos pocos centímetros cerré los ojos. El deseo de mirar me dominaba y el miedo me atenazaba. Sabía que tras mi párpado cerrado estaba el ojo. En mi interior pujaban las dos fuerzas: deseo y terror. Por fin lo abrí. 
Allí estaba su cara pálida, su boca violenta y su mirada llena de furia. Dio un grito ensordecedor y, de un solo golpe, hizo estallar la puerta en mil pedazos. Con ella salí yo despedido hasta el fondo de la habitación. Se acercó en silencio, poniéndose frente a mí, y me miró con ira. El miedo me paralizaba. Levantó sus manos heridas y, lanzando un grito hacia lo alto, clavó las uñas en su pecho. Lo rasgó, abriéndolo, hasta que pude ver su corazón palpitante. Lloraba sangre. Se inclinó y puso la horrible herida ante mis ojos. Era como si me invitara a mirar dentro. Entonces lo vi. En su corazón había un ojo de cerradura. Mareado por el olor de la sangre y a punto de perder la cordura, me acerqué y miré dentro. Cuando vi aquello, el vómito y la sangre subieron a mi cabeza. Todas las fuerzas me abandonaron de pronto y caí desmayado. Cuando desperté, ella tenía mi cabeza apoyada en su regazo y acariciaba mi pelo con sus delicadas manos llenas de sangre seca.
Me llamo Phillip Leron y mañana me van a ajusticiar por el asesinato de John Meyer.